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Taller Literario de Salinas

El tenedor del tío muerto

El cuerpo de mi tío Ambrosio tenía la forma de una vara de hierba. Su cabeza, coronada por cuatro pelos negros e hirsutos, era alargada y sus ojos, redondos y saltones, estaban cubiertos por una cejas tan pobladas que se unían la una con la otra, formando una línea recta y negra en la parte baja de la frente. La nariz llegaba con su curvatura hasta la altura de su boca que, pequeña y de labios finos, permanecía siempre fruncida dibujando una O que se abría y se cerraba de forma intermitente. El cuello, delgado y largo, se unía a unos hombros estrechos y femeninos y a partir de aquí, el cuerpo de mi tío comenzaba a  aumentar e iba tomando la forma de pirámide de las varas de hierba. Los brazos, redondos y llenos, enmarcaban un torso barrigón que, a la altura de su cintura, se articulaba en rodetes de grasa que llegaban hasta la pelvis. Las caderas, anchas y rollizas, apoyaban en unas piernas rechonchas y cortas, formadas por pliegues de carne superpuestos que se detenían en la rodilla. Y desde aquí, en el corto tramo que mediaba entre la rodilla y el pie, dos gruesas columnas de color morado que se unían a unos pies demasiado pequeños para sustentar aquel peso.

            Una de las cosas que recuerdo con especial repugnancia de mi infancia era el beso que me veía obligada a darle a mi tío Ambrosio. Todos los veranos, cuando volvíamos de vacaciones al pueblo, mi madre nos obligaba a mi hermano y a mí a besar al tío. Mi hermano lo hacía sin ningún reparo ni escrúpulo, pero yo me acercaba con asco y al mirar su boca, que se abría y se cerraba como la de un pez, mi estómago se revolvía y luego, cuando rozaba con mis labios su piel fría y rasposa, en ese segundo que duraba el roce, tenía la sensación de estar besando un sapo. 

            El tío Ambrosio que se había quedado soltero y vivía en el pueblo con mi abuela tenía un único motivo para vivir, la comida. Su capacidad para engullir parecía no tener fin. Cuando se levantaba por la mañana mi abuela ya le tenía preparada la mesa. Sobre un mantel de cuadros rojos y blancos el tazón del desayuno, el plato con la mantequilla, los botes con la mermelada de tres clases, ciruela, manzana y melocotón y las rebanadas del pan de hogaza recién horneado. Mientras daba cuenta de estas viandas, mi abuela le freía un par de huevos fritos con tocino que él devoraba sin dar tiempo a que enfriaran. Un día, que venciendo la repugnancia me dediqué a observarlo, comprobé que no masticaba.  En el momento  en el que la comida entraba por sus labios no se detenía en su cavidad bucal, pues sus mandíbulas permanecían inmóviles sino que pasaba directamente a  su cuello  que, como un enorme buche, se inflaba y se desinflaba para dar paso a las viandas.  

            El tío Ambrosio no se limitaba a tres comidas diarias, desayuno, comida y cena. Tampoco a cinco, si incluimos un tentempié a media mañana y la merienda a media tarde. El tío Ambrosio comía todo el día, a todas horas y todo lo que quedaba al alcance de sus manos. Y cómo había viandas que no podía coger con las manos,  llevaba siempre en el bolso de la camisa un tenedor y una cuchara de alpaca que lo sacaban de apuros. Y así mientras mi abuela guisaba por las mañanas, mi tío, con su enorme barriga colgando por encima del cinturón del pantalón,  se sentaba en una silla al lado de la cocina y metía la cuchara en la sopa, en el puré o en el cocido y pinchaba con el tenedor los trozos de carne guisada, las patatas fritas, las croquetas o cualquiera de las cosas tan ricas que nos hacía mi abuela cuando íbamos de vacaciones. Y por la tarde, siempre caían un bocadillo de chorizo y un café con un  paquete de galletas de chocolate que no le quitaban el hambre para la cena.

            El último domingo del mes de agosto se celebraban las fiestas en honor de San Fabián, patrono del pueblo, que coincidía con ser el último domingo de las vacaciones que la familia pasaba reunida, por lo que mi abuela lo festejaba siempre con una comida que tenía lugar en el prado detrás de la casa. A la sombra de los manzanos colocaban una larga mesa cubierta con manteles de hilo y ese día se sacaba la vajilla de las ocasiones. De una rama a otra de los árboles colgaban banderines de colores  y mi tío Ernesto tocaba el acordeón. Como era un día especial la comida también era especial. Entremeses variados, sopa, arroz con conejo, lechazo con patatas al horno, casadiellas ,compota de manzana, y natillas se sucedían en este orden. Y hubiera sido una fiesta como la de todos los años sino fuera porque entre la sopa y el arroz con conejo el tío Ambrosio se desplomó sobre el plato. Al principio nadie se percató de lo sucedido hasta que sentimos a una de mis primas pequeñas decir:

            - El tío Ambrosio se está ahogando en la sopa

            El tío con la cabeza metida en el plato de la sopa tenía un brazo colgando al lado del cuerpo mientras que la mano del otro, colocado encima de la mesa, aferraba el tenedor con un humeante trozo de conejo.

            Una vez superado el estupor inicial y tras comprobar que estaba muerto, se decidió no moverlo de la posición en la que se hallaba hasta que llegara el médico y certificara su muerte, pues alguien dijo que, en este tipo de fallecimientos si se cambiaba de posición al difunto, podía haber algún problema.  Como fuera que al ser día festivo también lo era para él médico, se tardó en localizarlo y los de la funeraria se demoraron porque también estaban de celebración y entre una cosa y otra, pasaron como una doce horas y cuando por fin se pudo mover el cuerpo del finado para meterlo en la caja se encontraron con un problema. El tío Ambrosio tenía ya rígida la mano que sujetaba el tenedor y no eran capaces de abrírsela para que lo soltara. Unos decían que lo mejor sería enterrarlo con el tenedor en la mano, otros que debería cortársele la mano, pues después de muerto ya no se sangra tanto. Al final el criterio que se impuso fue el de mi tío Manuel que decidió traer unas tenazas para abrir uno a uno los dedos del tío Ambrosio. Tras unos desagradables chasquidos a hueso roto lograron abrir su mano y el tenedor de mi tío muerto pasó a engrosar la cubertería de mi abuela compuesta de piezas sueltas pues ella, por miedo a pasar las carencias que decía había sufrido en su niñez, nunca tiraba nada.

            Seguimos volviendo al pueblo a pasar las vacaciones de verano hasta que mi abuela se murió y cuando nos sentábamos a la mesa a comer y mi abuela repartía los cubiertos al que le tocaba el tenedor del tío muerto siempre gritaba:

            - ¡No! ¡El tenedor del tío muerto no!

            Y aunque nuestros padres nos reñían, pude comprobar que si a ellos les tocaba el tenedor del tío muerto lo apartaban con disimulo, o lo cambiaban por el de otro comensal hasta que acababa en el cajón de los cubiertos.

 

Xeres

2 comentarios

Bor... -

!Lo mismo digo! Como eres...

elegantex -

no sé si voy a poder dormir esta noche... tan visual te ha salido la descripción del tío Ambrosio!!!!!!!...no me extraña que quedara soltero... eres la reina de la descripción!