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Taller Literario de Salinas

EL REGALO DE HANS

EL REGALO DE HANS

 

Había posado las doce bolsas de regalos en el suelo, para abrir la puerta de la gran mansión, cuando, a sus espaldas, notó que le tiraban levemente del faldón de su abrigo, se volvió y la imagen que apareció ente sus ojos no pudo ser más entrañable; un muchacho con cara de susto, le ofrecía, alargando una de sus manos, el sombrero que el viento le había volado instantes antes.

Mientras se agachaba para ponerse a su altura, se fue fijando en él; su pelo rubio, parecía teñido a mechas en sus greñas grasientas y sucias, haciendo juego con su cara, en la que sin embargo destacaban como luciérnagas en la noche sus enormes ojos azules; la mano que sostenía el sombrero, no desentonaba de su cara, aunque esta además, tenía un color amoratado debido al frío de la noche. Se cubría con una enorme chaqueta, sucia y raída, que con las mangas remangadas le hacía las veces de abrigo. Sus pies estaban metidos, en una gran bota el derecho, y con un zapato que en su día había sido de charol el izquierdo, y de ambos sobresalían unos grandes calcetines de un color indescifrable.

_ Muchas gracias hijo, le dijo Lord. Nelson, supongo que además de frío tendrás hambre. ¿Cómo te llamas?

_ Hans, señor, respondió con  un hilillo de voz el muchacho, a la vez que le castañeteaban los dientes de frio.

_ Bien, pues esta noche, podrás cenar y estar caliente y limpio, en compañía de otros doce muchachos que se alegrarán de verte;  incluso, si no  tienes nada mejor que hacer, te puedes quedar aquí con nosotros hasta que tú decidas.

_ Muchas gracias, señor.

Lord Nelson se volvió para recoger las bolsas y entrar en la casa, cuando ante él, lo que había no era la suntuosa puerta de su mansión, sino una desvencijada puerta de una casa de dos plantas, de las típicas de los arrabales, con las paredes de piedra y la cubierta vegetal, se volvió y tras el muchacho, en vez de la gran escalinata, había una callejuela llena de barro y nieve fundida. Se quedó perplejo, casi a punto del desmayo, pero desde el interior le llegaban las voces de sus 12 hijos adoptivos y Hans, seguía esperando su invitación a entrar en la vivienda; de modo que, sin dudarlo más, cogió las bolsas y entró en la casa seguido de Hans.

La planta baja de la casa era una enorme estancia que hacía las veces de cocina y comedor, y en ella al menos había una gran chimenea encendida, a un lado una meseta de madera contenía un fregadero que desaguaba a un cobertizo que hacía las veces de wáter en el  patio exterior: un aparador, una alacena, una mesa alargada flanqueada por dos bancos sin respaldo y en las cabeceras, un enorme sillón destartalado y una silla con un respaldo muy alto. En un rincón bajo la escalera, una pileta de estaño hacía las veces de bañera.

Cuando lord Nelson entró, todos sus hijos corrieron a su encuentro, él con esa enorme bondad que le acompañaba desde hacía ahora un año, les fue propiciando besos y caricias a todos, mientras les adelantaba que hoy, Hans, cenaría con ellos y pasaría a formar parte de la familia si era de su agrado.

Pronto las escudillas, que sustituían a lo que en su momento hubiese sido una lujosa vajilla, estuvieron humeantes sobre la mesa, con aquel guiso de patatas y algo de carne, que poco tiempo tardó en desaparecer; unos sencillos panecillos dulces, hechos con aquellas unas uvas que se habían guardado secando colgadas del techo, fueron los postres.

Los muchachos estaban inquietos, pues sabían que en cada bolsa había un regalo esperándole; Lord Nelson no se explicaba, como viviendo de  aquella miserable manera, podían sin embargo seguir estando allí aquellas bolsas con regalos que, por otro lado recordaba perfectamente, había comprado unas horas antes; entonces se dio cuenta que ahora le faltaba una, la que le correspondería a Hans, y fue este, como adivinando su pensamiento, quien en ese momento habló:

_ No se preocupe señor, Vd. Ya me ha dado esta noche mi regalo.

En ese momento, sonaban la campanadas de media noche, anunciando la misa del gallo en la iglesia de San Michel; los chicos corrían hacia sus bolsas y solo Hans permanecía sentado en la silla de alto respaldo al extremo de la mesa frente a Lord Nelson, con una angelical sonrisa en su rostro, que ahora relucía limpio y resplandeciente, así como su dorado pelo. Fue en ese momento, cuando todo volvió a la normalidad y el suntuoso comedor de la mansión de Lord Nelson, cobró toda su majestuosidad y esplendor.

 

                                             

1 comentario

Sandex -

los que asistieron el último día al taller saben que este cuento es mio; ahora, los que leeis este comentario también lo sabeis