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Taller Literario de Salinas

“…compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo...” Is. 58, 6-7

Son  las doce de la noche del día 24 de diciembre y la lluvia repiquetea monótona en los cristales de las ventanas empañados por el vaho. La familia Rinaldi se dispone a celebrar la Nochebuena y como todos los años y manteniendo una tradición que se transmite de generación en generación se sienta un pobre a la mesa.  En el salón, donde tiene lugar la cena, los comensales se hallan sentados alrededor de una mesa rectangular de madera maciza. Todo en la habitación es recio, pesado y decadente. En una de las paredes laterales, en la que no tiene ventana, se halla situado un inmenso aparador de madera de castaño, con sus estantes y repisas de molduras torneadas. En su interior, aparecen colocados en perfecto orden, las tazas de café con sus platillos de porcelana floreada, los vasos y copas de fino cristal tallado y los platos y las fuentes de la vajilla, de color crema y rematada por un fino remate de oro. La amplitud de las dos ventanas de la habitación es disminuida por los amplios cortinajes granates que cuelgan del techo y que, llegando hasta el suelo, son recogidos a ambos lados, por gruesos cordones de pasamanería adamascada rematados en una borla dorada. De las paredes cuelgan cuadros con temas de caza, una alegoría de la muerte, escenas religiosas que representan el Martirio de San Sebastián, un Descendimiento y una Anunciación y varios bodegones, todos ellos enmarcados por molduras de trabajados relieves dorados. En el suelo, la alfombra adornada con arabescos y ramajes de tonos granates, verdes y marrones, ocupa prácticamente toda la estancia y sólo en las zonas laterales próximas a la pared, podemos ver el suelo de listones de la ya desgastada madera mate.  La enorme lámpara de brazos color cobre, que rematan en tulipas de cristal tallado con resaltes dorados, pende un tanto oscilante del techo de la estancia. Al lado de una de las ventanas y en una pequeña mesa de madera hay un belén barroco de madera policromada, flanqueado por dos altos cirios rojos colocados a ambos lados de la mesa. Entre las dos ventanas, una vitrina acristalada con un fondo de terciopelo verde, donde se muestra la colección de armas del difunto marqués de Rinaldi y sus antepasados. Encima de la puerta que da acceso a la habitación una imagen de Cristo crucificado cuelga de la pared, mientras contempla con su mirada imperturbable la escena que se desarrolla ante él.

                 Presidiendo en uno de los extremos de la mesa, la señora Delfina, viuda desde hace cinco años del marqués de Rinaldi, sentada en una alta  silla de madera con el respaldo y los brazos tallados con relieves florales e incrustaciones de metal. Desde su posición, sus ojos, de un azul acerado que se entrecierran hasta conformar una fina raya en su enjuto y arrugado rostro, escrutan con severidad todo lo que la rodea. Enfrente de ella, al otro extremo de la larga mesa, se encuentra su hijo primogénito y heredero del título, con sus negros y ya ralos cabellos perfectamente engominados y peinados hacia atrás. Sobre su nariz aguileña resbalan sus gafas de montura dorada, por lo que cada cierto tiempo se ve obligado a colocárselas de nuevo en el lugar apropiado, dando así la impresión de un tic nervioso. Y detrás de sus gafas, unos ojos rapaces que miran con lascivia el escote de la criada mestiza que aparece y desaparece en su trasiego de traer y retirar platos. El resto de los comensales, sentados en sillas de altos respaldos  tapizadas en color granate oscuro, lo componen la esposa del primogénito y sus tres hijos adolescentes, su otro hijo varón con su esposa y sus dos hijos pequeños, su hija recién casada y su yerno y por último, el invitado de excepción, el pobre, un indigente del que nadie conoce su nombre, ni su historia porque esto carece de importancia. Lo que justifica su presencia en esta mesa es el hecho en sí, motivado por la generosidad de los que hoy comparten su cena con él.

                Pero hay algo que a la señora Delfina no le cuadra en el menesteroso y es que parece no desempeñar bien el papel que le corresponde. Recordó que fue idea de su hija invitar este año al mendigo que dormía desde hacía un mes, en el portal del cajero automático del banco de la esquina. Ella, siguiendo la costumbre de su madre, siempre había preferido recurrir a las monjitas de Santa Clara para que le recomendaran algún viejito del asilo o algún pobre de los que comían en el comedor del convento. Pero desde hacía dos años su hija se había empeñado en ser ella la que tomara el relevo en esta tradición y la Nochebuena anterior había traído a un borracho que dormía debajo de unos cartones y que les había estropeado la cena con el olor que desprendía y la cogorza tan monumental que había pillado.

                Cuando lo vio por primera vez observó, que a pesar de sus ropas arrugadas y polvorientas, de su barba sin cuidar y de sus ajados zapatos había en él un aire de dignidad y orgullo del que carecían otros. Luego, le llamó la atención su educación, su forma de comportarse, como si toda su vida hubiera vivido en un ambiente así. Sus manos, finas y blancas, conservaban aún unas uñas redondas y cuidadas.  A la hora de la cena no había vacilado en la elección de los cubiertos para cada uno de los platos, había comido lentamente, sin glotonería, disfrutando de cada uno de los sabores. Con los caldos que acompañaron a las viandas había sucedido lo mismo, acertando con las copas apropiadas y su nariz se había detenido alguna vez a catar con deleite aquellos vinos. Sus maneras eran cuidadas y su conversación amena. A lo largo de la cena había opinado sobre literatura, historia y arte y para que no quedara duda de sus conocimientos sobre esta última materia, había hecho certeros  comentarios acerca de los cuadros que colgaban de las paredes.

                Y el colmo de los colmos estaba sucediendo ahora. El individuo, estaba enzarzado con su hijo primogénito, en una discusión sobre el papel de las teorías económicas en el desarrollo de los estados. Y estaba claro que su brillante argumentación no podría ser rebatida por su hijo. Éste, sintiéndose ridiculizado,  comenzó primero a ponerse pálido para segundos más tarde  pasar, en una gradación prácticamente imperceptible, a rojo, un rojo colérico y apopléjico.  Su piel antes amarillenta y rugosa se volvió brillante y a punto de estallar de tan hinchada y sus ojos rapaces, escondidos detrás de las gafas, crecen y amenazan con salir a través de los cristales. De repente y con un brusco movimiento se pone de pie. La silla cae con gran estrépito al suelo y el heredero del título, herido en su orgullo vocifera:

                - ¡Váyase inmediatamente de aquí! ¡Es usted un mequetrefe! ¡Un farsante! ¡Esto no es lo que se esperaba de usted! ¡No merece  compartir nuestra mesa en una ocasión tan especial como ésta!

                De la garganta del indigente sale una carcajada incontenible, gutural y ronca,  sus ojos se vuelven acuosos y todo su cuerpo se estremece en pequeñas convulsiones provocadas por el ataque de risa. Pero para el hijo de la señora Delfina,  quizá ciego y sordo por la ira,  lo que oye son sonidos cavernosos que provienen de los abismos y al mirar sus ojos, sólo ve dos rayas amarillas inyectadas en sangre y para su mente febril, no es otro que el Maligno el que provoca aquellos espasmos en el cuerpo del mendigo. Despavorido, corre hacia la vitrina donde están las armas de sus antepasados y cogiendo una pistola dispara repetidas veces al pobre. El cuerpo de éste cae sobre el mantel de hilo blanco y la sangre que en un principio mana de color roja va tornándose negra… mientras el aire de la estancia va llenándose del olor acre del azufre.

 

 

Xeres

 

2 comentarios

Anónimo -

Me ha encantado, se agradece un "cuento de navidad" original y exento de ñoñez. Muy Poe y un tanto Kafkiano.

elegantex -

sencillamente genial... un cuento de Navidad muy a lo Poe con una precisión en la descripción que me ha dejado pasmada...