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Taller Literario de Salinas

La gota gorda

En mi edificio todos los dormitorios están orientados hacia el oeste, lo que los convierte en auténticos hornos desde mayo hasta bien entrado octubre.

            Por eso me encuentro hoy, a las tres de la mañana, en la terracita que da a un patio interior, intentando conciliar el sueño en una cama improvisada, al igual que lo están haciendo la mayoría de los demás vecinos.

            Lo más molesto no son los ronquidos del de debajo, ni cualquier otro ruido propio de dormitorios, amplificado en el patio, verdadera caja de resonancia. No, lo que resulta molesto de verdad, es el hecho de ver cómo se te derrite un pie, una mano o una pierna entera, sin poder hacer nada para impedir que se te vaya colando por el desagüe de la terraza, para ir a parar al patio diez pisos más abajo.

             Porque, aunque en mi edificio todos seamos de lo más educado y honrado, recuperar lo que es de cada uno de entre el amasijo de miembros amontonados –tras su resolidificación de madrugada– no resulta siempre fácil.

            El otro día sin ir más lejos, llegué la última al reparto y me tuve que llevar el único brazo derecho que quedaba, mucho más largo y peludo que el que uso normalmente. En la oficina me miran mal. A ver si pillo al despistado –o pervertido– que anda por ahí presumiendo de brazo bonito.

 

                                                           

 

            Estoy harta. Ya llevo más de una semana con ese miembro peludo a cuestas y solo me ha traído problemas.

            Mi novio dice que hasta que no recupere mi verdadero brazo no saldrá conmigo, que le da mucho corte.

            En el trabajo, murmuran a mis espaldas y tengo miedo de que me echen por acosadora, y eso que tengo mucho cuidado con sujetarme la mano pilosa en cuanto pasamos, ella y yo, demasiado cerca de Vanesa, la sexy de la oficina.

            Luego llega la noche y ni siquiera puedo dormir en paz ya que –y perdónenme la expresión– tengo que vérmelas con un miembro pajillero a más no poder; tanto es así que termino atándolo a la mesita de noche. Si por mí fuera lo denunciaría, pero me temo que la policía no entienda la gravedad de la situación.

            Así es que ayer puse un anuncio en el periódico de –se busca brazo de mujer, urge– y ya me ha llamado alguien. Me contó que había encontrado una oreja macho en un parque y que al ver mi anuncio pensó que podría interesarme.

            –Siempre será mejor que, a la hora del trueque, pueda usted recurrir al truco del dos por uno: un brazo y una oreja de hombre por una brazo de mujer –me dijo al preguntarle yo, en qué me podía interesar aquella oreja.

            Tal vez tenga razón. Y aquí estoy, con un brazo peludo y una oreja –tal vez sorda– en una cajita junto a mí. Además, no sé lo que me está pasando, noto unas tremendas ganas de ir a por un lienzo y de pintar unos girasoles.                    

Elegantex 

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