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Taller Literario de Salinas

El puzzle

Al principio pensó que era una caca de perro pero cuando se agachó para mirar la suela del zapato ya vio que no. Lo que había entre la hierba era una oreja sanguinolenta. Cuando Curro llegó a su lado, cansado ya de correr por el parque tras las palomas, tuvo que agarrarlo por el collar para que no se abalanzara sobre la oreja y se la comiera.

¿Y qué hago ahora? -pensó indecisa-. La dejo aquí, como si no la hubiera visto o la cojo y se la llevo a la policía. Miró a su alrededor. Una pareja de ancianos dormitaba en un banco situado unos metros más allá y un corredor se acercaba por el sendero de los parterres. Ella le dio la espalda mientras colocaba la correa en el cuello de Curro. Al pasar a su lado le llegó hasta la nariz el olor acre de su sudor. Finalmente optó por llevar la oreja a la policía. Sacó del bolsillo de la cazadora la bolsa de plástico que llevaba para las cacas de Curro y metió dentro la oreja.

Después de dejar a Curro en casa se dirigió a la Comisaría. Una vez allí, al rubicundo policía que se hallaba tras el mostrador de la entrada, no pareció sorprenderle lo más mínimo su macabro descubrimiento y no sólo eso sino que, antes de que ella pudiera decirle donde había encontrado la oreja, él le preguntó si el hallazgo había tenido lugar en el parque de la República. Luego le pidió sus datos y la dirección de su domicilio por si fuera necesaria su declaración.

Cuando la mujer se marchó el policía cogió la bolsa con la oreja y la metió en una caja de cartón.

¡Gómez! -gritó- ¡Lleve esta caja al forense!

Gómez, que caminaba a pequeños saltos que parecían impulsarlo hacia delante, cogió la caja, recorrió un corto tramo hasta el ascensor y descendió hasta el sótano. Una vez allí tomó el pasillo que en penumbra giraba hacia la derecha y después de abrir y cerrar dos puertas llegó a una gran sala iluminada con potentes focos que colgaban del techo. En uno de los laterales, varias cámaras frigoríficas de acero empotradas en la pared. En el otro lateral lo que parecía una enorme bañera, también de acero, con varias mangueras, un lavabo y una mesa metálica con diversos utensilios cortantes colocados encima. En el centro cuatro camillas, una permanecía vacía, dos, con sendos cuerpos tapados con una sábana blanca y la cuarta, con varios trozos desmembrados que habían sido colocados en la posición requerida para conformar la figura de un cuerpo humano. Inclinado sobre esta camilla había un hombre calvo de prominente barriga, vestido con un delantal blanco de plástico que le llegaba hasta las rodillas.

¡Escámez aquí le traigo otro trozo! -le dijo Gómez-

Y ¿qué es esta vez Gómez?

Una oreja -le contestó éste-

¡Perfecto! La pieza que faltaba -exclamó entusiasmado Escámez mientras sacaba la oreja de la bolsa y la colocaba en el lugar adecuado-

Luego Escámez cogió uno por uno los dedos sueltos de cada mano.

Decepcionado los fue depositando en el lugar que les correspondía. Nunca sabrían la identidad de aquel hombre pues le habían seccionado las yemas de los dedos.

A la mañana siguiente Montero Galván, redactor del periódico “El Heraldo vespertino” leía, sentado en una de las mesas de la redacción, el informe que le había enviado el forense Escámez. Montero Galván respiró aliviado. Por fin y después de varias semanas escribiendo crónicas sobre trozos humanos encontrados por propietarios de perros en el parque de la República, redactaría el artículo que pondría fin a aquella secuencia de truculentos hallazgos. Montero Galván giró la silla y se colocó delante del ordenador que había a su espalda. Colocó los dedos sobre las letras del teclado y escribió, en letra cursiva y negrita: El puzzle.

Xeres


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