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Taller Literario de Salinas

Tito Tigre Fernández

El entrenamiento había sido especialmente duro y Pedro recibió el aire frío de la

noche como el agua con la que le espabilaban entre asalto y asalto. No eran más de las ocho, pero las calles estaban casi desiertas en ese barrio junto a los muelles, donde solo quedaban unos cuantos almacenes destartalados de negocios muy rentables una década atrás, pero reciclados ahora en refugios de clandestinos y okupas. 

El hombre respiró hondo y dudó un momento si acercarse al bar de la esquina cuyo dueño, un viejo xenófobo, había sobrevivido a la crisis; despreciaba abiertamente a su nueva clientela multiétnica a la que se dignaba a servir por los pocos ingresos que le reportaba.

—¿En qué se ha convertido un país cuando su gente tiene que recurrir a ratas extranjeras para poder pagarse un entierro digno? —preguntaba a menudo.

Pedro no le solía contestar nada. Ni la compañía del viejo, ni sus ideas racistas le agradaban y sabía de sobra que en aquel cuchitril de bar, las preguntas y las respuestas las hacía aquel cabrón. Sin embargo, aquellos reiterados monólogos eran para el boxeador mejor que la soledad de su piso desde que la Nati le había dejado.

—Pues te lo voy a decir... un país así es una puta mierda de país —lanzaba el viejo en voz alta, mientras limpiaba con una bayeta de un gris dudoso el falso granito gastado de la barra.

Antes de haber podido decidirse hacia dónde tirar, Pedro oyó unos gritos de socorro y, en la luz de la única farola frente al gimnasio, vio a un chaval de unos doce años que le miraba fijamente. Después de recuperar el aliento, el chico se puso las manos en los bolsillos para disimular su nerviosismo —tanto por lo que estaba ocurriendo no muy lejos de allí, como por la impresión que le causaba el estar hablando con el mismísimo Tito Tigre Fernández—.

Así se conocía a Pedro en el mundo del boxeo donde había sido el mejor peso medio a nivel nacional; luego la Nati le había dejado y con ella su buena estrella.

Pedro se fue acercando al niño que seguía mirándole fijamente. 

—Habla más claro chaval si quieres que se te entienda, que pareces una nena lloricona —le soltó el hombre sin más. 

Lo de nena lloricona era un golpe bajo que el niño recibió sin pestañear, no había tiempo para mosqueos de ese tipo.

—Mi hermano necesita ayuda, lo va a matar si no le ayudas —contestó el chaval–, ¡por favor Tigre ven conmigo! 

Pedro no contestó pero asintió con la cabeza. 

El niño ya estaba corriendo en dirección hacia el pasadizo que iba desde el lateral derecho del gimnasio, hasta una especie de tierra de nadie donde se amontonaban restos de obras. De vez en cuando se paraba para asegurarse de que el hombre le iba siguiendo. Al pasar de la oscuridad del callejón al descampado iluminado por las farolas de una autopista cercana, Pedro tuvo la sensación de estar saliendo del túnel de los vestuarios hacia el ring y su pulso se aceleró.

De nuevo estaba el chaval a su lado suplicándole que separase a los contrincantes, ya que era evidente que no era para nada un combate justo ni amistoso.

—Oye mocoso, que yo no soy una hermanita de la caridad y si estos dos se quieren zurrar sus motivos tendrán —gruño Pedro que, más que separarlos, tenía ganas de colocarse en una de las esquinas de aquel ring improvisado, para darles unas cuantas recomendaciones sobre golpes contundentes.

El niño no se quería dar por vencido y olvidándose por completo del respeto que le imponía la nariz hundida de Pedro, así como de los dos costurones que le deformaban la cara, se puso de rodillas ante él y, tirando de su cazadora, le suplicó que no dejará que aquel grandullón se cargase a su hermano.

—A mí nunca me gustaron los combates amañados, que gane el mejor —lanzó el hombre en tono despectivo—, ¡suéltame!

—¡Pues no es lo que dicen por ahí! —gritó con rabia el pequeño, cuando el boxeador estuvo lo suficientemente separado de él.

Eso también era un golpe bajo, pero antes de que Tito Tigre Fernández pudiera reaccionar, el más fuerte de los dos combatientes estaba ya rematando la faena añadiendo insultos a sus patadas.

—Toma, rata extranjera.

Entonces Pedro, Pedro el que había sido el mejor boxeador del país, Pedro el que la Nati había dejado KO, se fue hacia aquel bocazas grandullón para reventarle la boca de un potente directo en toda la mandíbula.

Elegantex

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