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Taller Literario de Salinas

La lluvia

Llovía. Llevaba quince días lloviendo. La lluvia formaba parte del paisaje. Ya estaban acostumbrados a su monótono repiqueteo sobre los tejados de pizarra negra,  a los regatos que serpenteaban en las orillas de los caminos, a las piedras cubiertas de verdín, al horizonte triste y mohíno empañado por aquella veladura gris.

                La humedad era parte de su vida con las sábanas mojadas cuando llegaba la noche, el pan mohoso, la herrumbre de las celosías, la ropa empapada puesta a secar encima de la lumbre. Y también de sus cuerpos, en el dolor de sus huesos roídos por el óxido y en la niebla opaca de sus corazones.

                Antonio sentía que la lluvia resbalaba por su rostro, que se colaba por los surcos de su piel. Los pies se hundían en el barro mojado mezclado con los excrementos de los animales Era la segunda vez en aquellos quince días que sacaban el santo para que dejara de llover. Los ojos miraban al cielo, las manos rogaban suplicantes y la plegaria se perdía con el ruido de la lluvia. Los había que dudaban, otros ya habían perdido toda esperanza. Antonio no, Antonio era un hombre de fe. Si llovía era porque Dios tenía sus motivos para que fuera así, aunque a veces él no lo entendiera. Recorrieron todas las calles del pueblo hasta que comenzó a oscurecer y cuando llegaron a sus casas continuaron rezando porque todos sabían lo que pasaría sino paraba de llover.  Llegaría aquel hambre amarga que hacía más largo el invierno, que mataba los niños y debilitaba los cuerpos de los mayores. El hambre mezquina que encogía las almas, que endurecía los corazones y secaba las lágrimas. Un hambre huidiza que se escondía detrás de las puertas y espiaba detrás de los postigos.

                A la mañana siguiente Antonio se levantó temprano y tomó el camino del río. Seguía lloviendo y el agua que caía de las hojas de los árboles repicaba en los charcos del sendero. Tenía frío y miedo. Poco antes de llegar ya lo vio. El río desbordado inundaba la vega. Era una mancha negra que se extendía lentamente cubriendo de lodo y agua las cosechas.

                El cuerpo de Antonio se encogió de angustia y comenzó a llorar. Otro vecino se marchará pensó. Cargará sus trastos en el carro y enfilará el camino sin mirar hacia atrás.  Pero él no, él no se iría, él pertenecía a la tierra donde estaban enterrados sus antepasados y quizá, tal vez algún día tendría otra oportunidad…

 

Xeres

 

 

 

3 comentarios

Mex -

Muy bueno. Casi consigues que la lluvia nos anegue también

Bordex -

No tengo palabras...

Elegantex -

ya quisieran Delibes y Julio Llamazares escribir así!