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Taller Literario de Salinas

En una décima de segundo

“Si volviera a nacer… ¿Qué haría si volviera a nacer?”.
El hombre sentado en la silla tenía la cabeza, que permanecía inclinada con los ojos fijos en el suelo, colocada entre sus manos y los codos apoyados en las piernas. En la austera celda la silla donde estaba el hombre, una mesa, una pequeña cama, una tabla colocada en la pared que hacía las funciones de estantería y un lavabo. El hombre meditaba. ¿Por qué ahora? – se preguntaba- ¿Por qué el final estaba cerca? Quizá fuera por eso. Para encontrar una explicación. Para saber porqué a unos hombres les sucedían cosas buenas y a otros como él, cosas malas. Pero, ahora ¿de qué le serviría?, ¿a quién se lo iba a contar antes de que lo “frieran”?, ¿al sacerdote?, ¿al guarda? A nadie, no se lo contaría a nadie pero su alma descansaría en paz como le decía su abuela, el único ser bondadoso que había conocido.
Y así dialogando consigo mismo como llevaba haciendo durante mucho tiempo el hombre continúo con su monólogo interior:
“Si volviera a nacer cambiaría el color de mi piel, eso sería lo primero que haría. Los blancos no viven en barrios como el mío donde el olor a podredumbre y a heces se te mete hasta en los huesos. Sus calles huelen a árboles, a flores y a hierba recién cortada. Nadie grita y en primavera se escucha cantar a los pájaros. En mi calle no había árboles, los quemábamos y las flores no crecían, como si supieran que su presencia no era necesaria. A mi barrio nunca venían los pájaros porque tenían miedo. Los matábamos a pedradas y ellos lo sabían. También matábamos a los gatos y a los perros pero de forma más sofisticada. Nos servía para aprender. Había que estar preparado para lo que te pudiera pasar. También cambiaría a mi padre y a mi madre. Mi padre, ¿dónde estará?, si es que vive. Y si no vive, seguro que en el infierno, friéndose eternamente en una silla como la que me espera a mi si nadie lo remedia. Recuerdo el miedo, las palizas, los gritos…. Yo, que era el más pequeño, nunca corría lo suficiente para esconderme a tiempo y sus golpes sobre mi cuerpo eran despiadados. Mi madre no hacía nada, sólo miraba porque sabía que cuanto más descargara sobre mí su sadismo menos le tocaría a ella. Y un buen día desapareció. Pero la vida no fue mejor. Mi madre trajo a otros hombres. Hombres que se emborrachaban, que maldecían, que rompían los muebles a patadas, que gritaban, que pegaban… Yo siempre tenía hambre y pronto supe que el olor del pegamento podía sustituir a la comida. Pero eso fue sólo el principio. Luego, el mundo real dejó de existir para mí. Descubrí que había lugares luminosos, espacios limpios y diáfanos, como los barrios de los blancos. Pero cuando la realidad maloliente y miserable volvía necesitaba comprar de nuevo aquel mundo feliz. Y un mal día maté a alguien. Aquel hombre no paraba de gesticular, de mover los brazos. Yo le decía que levantase las manos, que quería verlas, pero él bajó el brazo y yo pensé que iba a sacar una pistola. Entonces le clavé la navaja en el pecho, a la altura del corazón. De todo aquello sólo recuerdo sus ojos. Su rostro hace años que se me perdió en la memoria, pero sus ojos siempre me acompañaron. Muy azules, muy abiertos, quizá ¿sorprendidos?, ¿tristes?, ¿angustiados? Todo eso y más, porque ahora sé que sus ojos reflejaban el certero horror de saber que se moría. Y sin embargo envidio a aquel hombre porque en una décima de segundo supo que iba a morir mientras que yo llevo ocho años agonizando. Y eso es algo que si yo volviera a nacer también haría, cambiar mi vida por la de aquel hombre para que alguien me mate rápido… en una décima de segundo.”


Mercedes

1 comentario

Carmela. -

Es un relato que llega...