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Taller Literario de Salinas

Sin piedad

No entiendo porqué me está mirando, pensó, mientras a su vez lo observaba con aquellos ojos tímidos y dulces del color de las avellanas. Cuando llegó al claro del bosque sus sentidos sólo percibieron el olor de la hierba fresca y de las hojas húmedas de rocío. Ninguna señal le había advertido de su presencia. Amanecía y los rayos del sol de primavera que se colaban entre las copas altas de los árboles sólo iluminaban una parte del seto que tenía enfrente de ella.      

         Fue el ligero movimiento de una hoja, el roce contra algo que no era el rumor del viento lo que la asustó. Y entonces vio al hombre oculto entre los matorrales. Uno de sus ojos la miraba fijamente, sin pestañear y el otro quedaba escondido al final de un largo y estrecho tubo negro. Aquella figura no se movía, parecía no respirar. Y en ese momento su instinto la avisó del peligro, le dijo que debía huir, pero su cuerpo que sentía dolorosamente pesado le restó la agilidad necesaria. El cazador apretó el gatillo lentamente, sin ruido, el disparo rasgó el aire, la bala siguió la trayectoria marcada por el ojo y el olor a pólvora llegó hasta su nariz. La cierva, un joven animal preñada de su primera cría, sintió como el proyectil entraba quemando su cuerpo. Sus patas cedieron y cayó pesadamente de lado. Nubes negras comenzaban a invadir su cerebro y mientras desde el suelo miraba tristemente las copas de los árboles todavía le dio tiempo a pensar comprendiendo  que se moría, que al claro del bosque no volvería jamás.

 

Mercedes

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