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Taller Literario de Salinas

la última vez

Fue la última vez que la vi.

Con lágrimas en los ojos.

Cuando nos subimos al coche de Papa.

Yo era el mediano de tres hermanos. Tenía 12 años y ese día empecé a odiar a mi madre. Sentado en el asiento de atrás, y con la nariz contra la ventanilla, no paraba de darle vueltas a mi nueva vida. Creo que yo era el único que se daba cuenta de que nunca  volveríamos.

Iván, el mayor, iba sentado delante. Parecía no inmutarse. Tenía 15 años recién cumplidos, aunque parecía mayor que los chicos de su edad. Últimamente solo se preocupaba de las chicas y de esas visitas que, cada vez más a menudo, hacían a la casa abandonada del pueblo.

A mi lado, en el asiento de atrás, estaba mi hermano pequeño. Oscar tenía entonces 7 años. Estaba feliz . Emocionado con la idea de tener un papa. Ni se acordaba de él. Mi padre nos había dejado cuando el apenas tenía dos años. Ahora tenía un papa y un hermoso caballo, que él le había traído, como compensación a cinco años de ausencia. Estaba feliz, no le hacía falta más.

Sentado en el coche, mirando a mi padre conducir, pensaba en mis propias mentiras que, últimamente, me había dejado de creer. Aquellas en las que mi padre era siempre protagonista: un superhéroe que salvaba a la humanidad, un espía del gobierno, un forajido que debía esconderse por un crimen que nunca había cometido. Había empezado a afrontar la realidad. Más allá de los cuentos de mi madre. Más allá de su teatro. Minuciosamente tramado para justificar la ausencia. Para protegernos. Aunque para mi no era más que cobardía, para no tener que luchar, para no reconocer que todo aquello le había pasado a ella. “Ya volverá, papa volverá” Repetía. Y volvió. Volvió para llevarnos de vacaciones, y le dejo escapar, nos dejo escapar.

Y yo no entendía nada de todo aquello. “ Te vas de vacaciones con papa” decía.

Mi padre le había dicho que quería llevarnos de excursión una semana. Su contestación fue dirigirse a la habitación que compartía con mis hermanos, sacar unas mudas limpias del armario y meterlas en una maleta.

Y No contestó. No protesto. Se quedó allí, sentada en la cama. Haciendo las maletas. Callada. Como si fuera lo único que pudiera hacer. Ceder. No me valieron sus lagrimas desde la puerta cuando se despidió al día siguiente. Igual que nunca me valieron sus mentiras. Y ahora mirando por la ventanilla no puedo evitar sonreírme cuando pienso en lo estúpidos que nos volvemos cuando nos hacemos mayores. Como olvidamos que cuando somos niños, también sentimos tristeza, abandono, desidia, que también entendemos las cosas, la realidad. Mi madre no era feliz porque me creyera sus historias. Yo me creía sus historias para que ella fuera feliz. Y ni se daba cuenta.

No lucho.  Y la odio por eso. Por que eligió seguir creyéndose su mentira y contar a las vecinas  “Volverán, los niños volverán”.

Han pasado ya cuatro años. El viaje de ida duró apenas cinco horas y no tengo prisa porque llegue el viaje de vuelta. Porque me dejó marchar. Porque la odio.

Porque nunca se dio cuenta de cuanto la quise. De cuanto la odié.

Pepa

4 comentarios

Carmela -

!VELLO! No se puede perdonar esta falta tan !GORDA! lo siento, se me fué el dedo...

Mercedes -

Totalmente logrados los sentimientos y las emociones del niño y el conocimiento de su madre por parte de éste. Ni sobra ni falta nada.

Carmela -

Me parece simplemente, precioso... se me erizo el bello

dominique -

este pequeño me ha vuelto a conmover... no sé con qué frase me quedría porque son todas tan justas...