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Taller Literario de Salinas

Felices fiestas a todos

Felices fiestas a todos

ESPÍRITU NAVIDEÑO

 

 

Basado en hechos reales o que podrían haberlo sido. Los personajes tampoco son de ficción. En cada una de sus rarezas y maldades estoy yo, intentando sobrevivir y, de paso, insuflarle vida a este relato como Tía Conchi a sus visones.

 

  

No iba a pasarme lo de otros años. Las fiestas de Navidad iban a ir como a mí me gustaba que fueran, a saber, sin agobios de última hora, sin ataques repentinos de nostalgia ni de alegría, sin ñoñerias de Papá Noel colgado de su escalera en un  interminable movimiento de pierna reumática, ni nada de exagerada austeridad luterana. Resumiendo, iban a ser las Navidades de la mesura, del ten con ten, del buen gusto. A finales de noviembre ya tenía comprados los regalos y sabía, con exactitud, qué comidas festivas con sus respectivos menús me tocaría preparar; podía llegar la Navidad, estaba lista, psicológica y materialmente lista, lo tenía todo bajo control. Tan segura de mí me encontraba, que me sorprendí hablando en varias ocasiones del famoso espíritu navideño como si de mi mejor amigo se tratase y, con sonrisa condescendiente, escuchaba las quejas de unos y de otros: "tendremos que ir a comer a casa de mis padres"... “tendremos a todos nuestros hijos con nosotros y seremos un montón"... "si pudiese, desaparecería"... "vaya invento más tonto"... "aún no tengo nada comprado"... y un sin fin de lamentaciones que oía desde toda mi altura de persona que sabe, que está capacitada, que entiende de esas cosas.

El veinticuatro de diciembre amaneció lluvioso y la cuerda-escalera del Papá Noel del balcón de la casa de enfrente, daba fe del fuerte viento que había debido de soplar toda la noche. Aquel pobre Papá Noel tenía la cuerda alrededor del cuello; se había suicidado. Aparté la mirada de tan triste espectáculo, e intenté recobrar toda la serenidad ante mi belén minimalista de tradición puramente cristiana. Dudé un instante respecto de dos ovejitas aladas o ángeles lanudos que había comprado, quizás un poco compulsivamente, y que había colocado justo por encima del niño Jesús ¿no estarían desentonando? Para explicar el hecho, recurrí a lo de la magia navideña de la que tanto se hablaba últimamente. ¡La magia navideña! otro concepto, ¿qué digo? otra realidad que por fin estaba segura de haber captado después de largos años de búsqueda; en aquel momento me era de gran utilidad… gracias a ella, y en un plis plas, mis ovejitas aladas o ángeles lanudos tenían su razón de ser ¡menos mal, con lo que me habían costado!

 La cena de Navidad iba a reunir a diez personas en mi casa y tenía que tenerlo todo listo. Primero cocinar, luego decorar la mesa, y me quedaría aún un buen rato para la relajación antes de la llegada de mis primeros invitados. Sin embargo, una llamada telefónica iba a cambiar el curso de las cosas.

 --¿Te importa si viene también mi ex-suegra que se va a encontrar sola en esta noche de navidad?

 --¿Importarme? en absoluto, al contrario, contesté educadamente.

 Al colgar me di cuenta que, de todos mis comensales, aquella ex-suegra solitaria sería la única en no contar con su regalo navideño, detalle de la casa. Así es que aceleré el proceso de elaboración del postre para poder acercarme al centro comercial más próximo, y poner remedio a lo que podría haber sido una situación muy embarazosa, sobre todo en un día tan especial.

Y ahí me encontraba yo, en medio de aquel follón: villancicos versión hortera, niños “bollicaos” repelentes,  gente rara que era imposible imaginar con vida propia fuera de aquel entorno  y, ante todo, gente peligrosa dispuesta a acabar con todo y todos, con la ayuda de su única pero temible arma: los carros, auténticos carros de combate. Además de todo lo dicho anteriormente no nos olvidemos, como no, del calor asfixiante. Pero todo aquello no iba conmigo ni con la Navidad; en dos minutos estaría fuera, y aquí no habría pasado nada. Me dirigí directamente a la sección de confitería y eché mano de la primera caja de bombones que tenía delante. Luego, rumbo a la caja rápida, que eso lo digo porque lo ponen en letra bien grande “caja rápida, máximo 10 artículos”. A mi cajero se le ponía cara de cagón de belén cada vez que se veía obligado a explicar que diez artículos eran diez artículos:

--Ni once, ni doce... sólo diez, decía señalando el cartel como un maestro amargado en una clase de párvulos hiperactivos.

--Y si llevo un “pack” de seis cervezas ¿cómo se cuenta eso? ¿vale por un artículo o por seis?,  le preguntó la alumna aventajada de la fila.

Me fijé entonces en la cajera de al lado; había pasado ya por la peluquería y lucía un precioso moño navideño.

 -Sólo le faltan algunas que otras luces, pensé yo.

Pero, a todo eso, serena... inspirar, espirar, inspirar, espirar… utilizando el diafragma tal y como me lo había dicho mi profesor particular de Pilates. Por fin pude pagar y, prescindiendo de un montón de descuentos y de rasca-rasca para entrar en el sorteo de un carro lleno de productos de la casa, me dirigí corriendo hasta una gigantesca mesa generosamente instalada para que todos nosotros, consumidores, pudiésemos auto empaquetar, con papel de regalo y cinta adhesiva gratis, nuestros regalos navideños. Lo que no sabíamos era que aquella mesa para auto empaquetado era también, aparte de mesa-corta-paso en caso de incendio, la prueba de fuego para el farsante, para todo aquél quien, como yo, se creía poseedor del auténtico espíritu navideño. Entre codazos y empujones se trataba de realizar un precioso paquete sin olvidarse, claro está, del peligro que puede suponer perder de vista tus demás pertenencias, y con la dificultad añadida que representa un solo par de tijeras y un solo rollo de cinta adhesiva para unos cincuenta participantes. Sí, dije participantes porque eso éramos… participantes en una prueba que consistía en empaquetar el mismísimo espíritu navideño que, en mi caso, se había materializado en unos bombones primer precio de no se sabía qué marca. Ambiente tenso, miradas furtivas pero inequívocas sobre, referente a mi regalo, lo tacaña que había sido escogiendo aquella caja o, en el caso de mi vecino, lo enorme que era su escalextric comparándolo con el de la señora de enfrente. Inspirar, espirar, inspirar...

--¡Dios mío, que me ahogo! Tenía que salir de allí  lo más rápido que pudiese.

 En el coche por fin, contemplé mi lamentable paquete-regalo amorfo y arrugado, triste reflejo de lo que le estaba pasando a mi recién encontrado espíritu navideño. Queriendo salvar lo que quedaba de él, arranqué como una posesa y, estando ya lo bastante lejos de aquel centro comercial del demonio, intente relajarme leyendo los carteles luminosos de la autopista:

“Lo importante es volver" "Felices fiestas".

Me fijo en todas esas frases, tan disuasorias a la hora de la infracción, porque aposté con una amiga que, en breve, habría anuncios de turrones y demás productos en esos paneles de ayuda al conductor. Por eso, iba a lo que iba y no vi el traicionero ”control radar"... y ahí estaban los dos reyes magos a la busca de camellos y gente de mal vivir (faltaba Baltasar que andaría ocupado en otros menesteres).

--¡Su documentación!

A tomar por saco con el “por favor”, a eso lo llamaba yo espíritu navideño.

-- ¿Sabe usted a qué velocidad iba?, me gruño el agente que resultó ser reina maga.

--Pues  por mucho que yo quisiera ir, a menos de 140 km por hora… a más velocidad se desintegra.

Pues no, no le había gustado la broma... me miró por encima de sus gafas de espejo, y se quedó unos segundos inmóvil con los ojos posados en mi paquete... entiéndase, la caja de bombones. Yo siempre me creí ingeniosa y quise probar con otro chiste.

--Un paquete que va a ser la bomba.

Un tic nervioso le deformó la cara que se le puso tan patética como mi paquete-regalo.

 A los dos les había sido negado ser portadores del espíritu navideño.

--La cosa se pone que arde, pensé, y en este preciso momento me llegó un olor a chamusquina y me acordé del horno, el horno que no había programado para parada automática.

--Señora Agente, acabo de recordar que dejé el horno encendido y…

--¿De dónde es usted? me interrumpió sin más miramientos.

--Pues, de aquí, lo pondrá en mi documentación, contesté mansamente.

---Sí, pero… ¿ y eso de Francia?

Entonces procuré ser concisa por si quería llegar a casa antes del incendio y, por si todavía tenían dudas (que sí, las tendrían) precisé que había nacido en Lyón, que Lyón no estaba en el país vasco, que si tenía el párpado vasco no era culpa de nadie (en todo caso de mi madre, no mío), que más que vasco lo tenía hinchado debido a una retención de líquidos (hecho aún no penalizable por la ley según creía yo) y que a la única persona a la que conocía en aquella región, era a una tía mía apodada "la Culialta" pero,  por el mero hecho de tener el trasero bastante más cerca del cerebro que de sus pies, y no por pertenencia a banda armada. Todo eso solté, por si estuviesen pensando en lo que yo creía que estaban pensando y, a toda velocidad, para poder llegar a casa antes que los bomberos. Nuestros dos apuestos agentes (ya se habían acercado los dos) dudaron unos instantes más antes de pasar a la redacción de una multa por exceso de velocidad que, por supuesto, me iba a llevar a casa.

 --Una multa como la copa de un pino, pensé yo, pero esto ultimo me lo guarde para mis adentros y, cuando por fin pude arrancar y reemprender mis ejercicios respiratorios... inspirar, espirar, inspirar, espirar... tuve la horrible certeza que lo peor quedaba aún por llegar.

    El viento seguía soplando fuerte. Un viento de los que sirve de circunstancia atenuante en ciertos juicios de ciertos países. El Papá Noel de los de enfrente había resucitado y se encontraba ahora de cara a la calle. Con el ceño fruncido y una pierna doblada sobre aquel trozo de escalera que no le llevaba a ninguna parte, parecía como si estuviese a punto de liberarse de una dolorosa ventosidad.

-- Qué mal gusto, suspiré.

Pero, para mal gusto también, el de tía Conchita (por parte de mi marido) que, como siempre, había confundido ser puntual con llegar una hora antes de lo acordado.

--Mua, Mua.

Y empezamos a subir los dos pisos que separan mi piso de la calle, ella detrás, teniendo que izar sus no menos de cien kilos envueltos en un abrigo de no menos quince visones y yo, delante, azuzada por los latigazos de aquella lengua viperina que, en el descansillo del primer piso, ya me había reprochado y recordado lo poco que me dejaba ver por su casa, lo increíble que era no tener ascensor y, cómo no, en el último tramo le quedaba aún por confesarme (eso sí, por mi bien) lo gorda y  desmejorada que me veía. De todas formas, casi me gustaba más la técnica de vaca-burra de tía Conchi que consistía en soltarte sus impertinencias así, de sopetón (era como una muerte rápida, un trámite que quedaba solucionado desde el primer momento) que la técnica de vaca-zorra, usada por otro tipo de expertas, que aunque más discreta a simple oído, resultaba en realidad más dañina... apenas te reponías del primer golpe, ya  estaba a punto de caerte el siguiente.

    Pero ya estábamos en casa... inspirar, espirar, inspirar y tirar la carne, abrir inmediatamente las ventanas de toda la casa si no queríamos morir asfixiadas: ventana de la cocina, del salón... y mi tía detrás, quitándome parte del precioso oxígeno y con aspecto de querer insuflar vida a sus quince visones con tantos aspavientos y berridos. ¡Colgada de un trozo de escalera junto al pedorro de los de la casa de enfrente, ahí tendría que haber estado! Entre muchas otras cosas quería contarme su ultimo viaje a Madrid:

-- Qué finos son los madrileños con sus “he ido” y “he hecho”… ahora bien, en Barajas no fueron ni capaces de ponernos el esfínter.

Ese lapsus ya se lo conocía pero, a pesar de la tensión de aquel momento, tuve que hacer un esfuerzo para que no se me aflojara el ídem de la risa. Sin embargo, pasé de explicarle el motivo de aquella juerga privada ya que, en ese día, podía perfectamente ser un ataque de repentina alegría navideña. Y, renuncié también a hacerle entender que no se decía esfínter sino que finger que quiere decir “dedo” en inglés; imagínenla, protestando a pleno plumón en la terminal del aeropuerto:

---¡El dedo, exijo que me pongan el dedo!

 Pero tenía que relajarme como fuera; tarareando "Noche de Paz", deje a tía Conchi en compañía de Smoky, mi gato, y subí a mi habitación para intentar arreglarme y de paso coger la mitad, sólo una pequeña mitad, de mi relajante preferido... ¿Abusar de esas cosas yo?... ¡qué va!... Controlaba todo los aspectos de mi vida a la perfección, y demasiada pena me daban todas las personas abusivas. Inspirar, espirar, inspirar... Llamaban a la puerta e insistían; tenía que bajar a abrir ya que tía Conchi, embutida en mi butaca new-design (que no, cow-design) era capaz de salir con el sillón puesto con tal de enterarse, antes que nadie, de quién eran los segundos en llegar.

--Mua mua, mua mua.  Eran mi primo Paco y su mujer.

--¡Qué alegría volver a veros! dije con una risita nerviosa de las mías que no suelen augurar nada bueno.

--Pasad y perdonad el humo, intenté explicar.

--Aquí huele a pedo, sentenció Marta, tipo vaca-zorra, antes de que yo pudiera dar más explicaciones.

--No dije pedo, dije humo, aclaré.

--Ya veo que hay humo, no soy ciega, pero aquí a lo que huele es a pedo, insistió Marta; de nuevo se pudieron oír risitas de las mías mientras, lo más discretamente posible, cada uno de nosotros intentaba hacer un análisis olfativo detallado de lo que teníamos más a nariz.

--Ahora que lo dice Marta, creo que a mí también me esta llegando un olor que no tiene nada que ver con la carne quemada... y si no, prefiero que no me recomiendes a tu carnicero, aclaró tía Conchi tomando posición a favor de Marta.

--Será el Papá Noel de los de enfrente, quise bromear para restarle tirantez a la situación; pero al ver las tres caras de besugo que tenía delante de mí, me pareció que lo más fácil era seguirles la corriente.

---Pues muy bien, no se hablé más, aquí huele a pedo y bienvenidos a este hogar de guarros, exclamé, para luego ponerme a cantar la versión hortera de aquel villancico que habla de la Virgen, de San José y de sus calzones.

  Ciertamente no era eso lo que había estando ensayando tantos días antes, pero no se me ocurrió nada mejor y no sé lo que hubiera pasado si, en aquel preciso momento, no hubiese llegado mi hermana con su ex-suegra solitaria.  Ellas también se percataron del mal olor a la primera pero, como ya venían bastante "pedo", pues... fueron risas y, al relajarse el ambiente, tuve la agradable sensación de que no todo estaba perdido aún, teniendo en cuenta además, que nadie había dicho jamás que el espíritu navideño tuviese que saber a solomillo y oler a rosas.

  Pero se preguntarán si vivía sola con Smoky o si, por el contrario, tenía a alguien que, en un día de tantos agobios, pudiera haberme echado un cable. Pues sí y no, y por la siguiente razón. Tengo marido e hija pero, como si nada, especialmente aquel día de Nochebuena. Unos meses antes de Navidad, a mediados de septiembre más o menos, para vencer tal vez la depresión post-vacacional, mi marido y yo nos habíamos lanzado a reformar los baños de casa y, como una obra lleva a la otra, ya habían llegado los turrones y nos quedaba todavía por lijar el parqué. Para tal efecto habíamos contratado a Ángel, pero eso lo contaré en otro relato... Sólo deciros que el tal Ángel era más bien de los lanudos, al igual que los de mi belén, con perdón de las ovejas. Y, volviendo a lo nuestro,  aunque del lijado se iban a encargar unos auténticos  profesionales, mi marido estaba atareado en la creación de una especie de transportín, a prueba de lumbagos y hernias discales, para la movida general de muebles y demás enseres que se avecinaba.

--Déjalo ya, ¿por qué tienes que idear nada si los que van a venir se ocuparán de todo? argumentaba yo.

Pero se ve que lo del transportín lo tenía pensado desde hacía algún tiempo y no iba a renunciar tan fácilmente a ello.

--Además, si lo tengo terminado para Nochebuena podré probarlo con  tía Conchita... y eso último me dejaba bastante perpleja... ¿bromeaba o no? Por su culpa, ya estábamos enfadados con mi tía "la Culialta" que aún nos debía nuestro regalo de boda, a saber, una olla exprés. Desde hacía mas de treinta años, y cada vez que nos veíamos en una fiesta de familia, mi marido solía saludarla imitando el ruido de una olla exprés a punto de explotar... Eso desconcertaba a mi tía que, no acordándose ya de su promesa, le había empezado a tener miedo y procuraba evitarnos. Sólo faltaba ahora que quisiera que tía Conchi hiciese de piano en el transportín. Total, que se pasaba media vida en el garaje, en su mini sucursal del rey Merlín y prácticamente ya ni nos veíamos.

En cuanto a mi hija, eso es otra historia. De haber estado ella en casa cuando la quema de la carne no hubiese significado ningún otro tipo de desenlace, la carne se hubiese quemado igual. Tranquila, sigilosa como Smoky, no se mete en nada para nada.

¿Pasota?...¡Qué va! lo que ocurre es que se lo tiene que pensar todo muy mucho antes de actuar; no hace un solo movimiento que no sea estrictamente preciso. ¿Vaga?...tampoco; a veces le dan las cuatro de la mañana y allí está, en un local cedido por el ayuntamiento, donde, junto a otros chavales de su edad, practican todo tipo de deportes de deslizamiento... una juventud de lo más sana aunque todos un poco paliduchos por eso de preferir la luz de la luna a la del sol. Y todo eso para que quede claro que aquella Nochebuena a las nueve de la noche, me encontraba muy desamparada y que, el ver llegar a mi hermana y a su ex-suegra solitaria, aunque trompas las dos, me resultase bastante reconfortante y esperanzador. Además, tengo que confesar que acababa también de tomarme la segunda mitad de aquel fabuloso relajante mío y que mi pastillero, que no por casualidad se encontraba en el bolsillo de mi pantalón, era como una mano amiga tendida hacia mí en aquel trance, más parecido a la peligrosa maniobra de cruzar un río de aguas bravas sobre un puente de madera carcomida, que a la agradable misión de ser anfitriona en una relajada cena de Nochebuena. Me encontraba como a la mitad del puente y, al otro lado, aún se podía distinguir un trozo de espíritu navideño.

Sin más preámbulos opté por dar paso a los aperitivos aunque faltasen dos participantes de esta gran noche... una amiga mía y su hija. La primera, se reponía a duras penas de su divorcio y la segunda, de nombre Nuria, acababa de hacer oficial su decisión de irse a vivir con su amiga íntima desde hacía ya dos años. Para darle a la Navidad un carácter más internacional quise servir una bebida francesa.Tía Conchi no quiso ni probarla por eso de que ¡donde esté una sidrina que se quite cualquier otra cosa!

--Como si no tuviéramos aquí todo lo que nos hace falta... Bastante que tengamos que aguantar a todos esos extranjeros, y que encima nos digan lo que tenemos que comer y beber. Esta mañana, sin ir mas lejos, me quisieron vender unos frutos secos de Turquía... yo, que de toda la vida gasté el producto de aquí, no voy a empezar a cambiar ahora… el arroz, las lentejas, las naranjas... de aquí, de la única marca de la que se pueda uno fiar "la Asturianina".

Mi hermana, ella sí, estaba dispuesta a probar cualquier marca de licor y demás elixires y exotismos de toda clase; además, no quería perderse ni una sola ocasión para provocar a mi querida tía Conchi.

--Pues yo, muchas cosas las prefiero de fuera, a poder ser de países soleados, son bastante más sabrosas... sin ir más lejos, el plátano. Y por si no hubiésemos captado la broma, añadió a su observación un gesto de lo más explícito.

--Pues hija, yo, el plátano, ni probarlo, replicó tía Conchi con un  gesto que hizo que su doble papada se hinchara de manera inquietante.

--Aquí esta el problema tía Conchi, interrumpió mi hermana, usted, del extranjero no ha sabido probar lo mejor. Pero nunca es demasiado tarde para empezar.

--¿Por qué no pasamos a abrir los regalos que cada uno podrá encontrar junto a su plato? lancé, en un intento desesperado de poner punto final a esta conversación que hacía que la sensación de encontrarme en medio de un  puente por encima de aguas bravas fuera intensificándose. Mi propuesta, acogida con un relativo entusiasmo, bastó para tranquilizar a tía Conchi que empezaba a sospechar que, en esta conversación, había algo más que un simple intercambio de opiniones sobre frutas y verduras.

Sabía con bastante exactitud la frase que acompañaría la apertura de cada obsequio:

Mi amigo Paco de toda la vida: --En cuanto lo haya leído te lo paso, muchas gracias.

Su encantadora mujer: --Haber preguntado antes, odio ese olor.

¡Y dale con el olor!

Mi hermana: --Joder, eres la hostia, me encanta.

La suegra solitaria: nada. Normal, si se considera el aspecto de su paquete regalo más propio del de un “re-regalo” o sea, de uno de segunda mano (o segundo chupeteo, hablando de bombones).

Tía Conchi: --Como éste, y bastante mejor, ya tengo varios.

Mi amiga la recién separada, que por cierto acababa de llegar: --Gracias, pero no te creas que yo, ahora…

Nuria: --Quedará precioso en el salón.

Mi marido: --Lo había igual en Lidl y seguro que más barato.

Mi hija: --Mola, mola… a saber: --Me gusta, gracias.

No teniendo ya un buen segundo plato cárnico que ofrecer a mis comensales (volver al principio del relato si han perdido el hilo de toda esta movida) decidí hacer durar un poco más la parte “aperitivo” sin darme cuenta que, si bien las patatitas y aceitunas, españolas por cierto, terminaban por minar los apetitos, hecho positivo, llevaban bastante sal, lo que implicaba un deseo mayor de saciar una sed en constante aumento, hecho negativo. Las mentes se abrían, las conversaciones se animaban, hecho positivo, las opiniones se radicalizaban y las lenguas se desataban, hecho negativo. Y aquí estaba yo aleteando como una mariposa, mejor dicho como una polilla junto a una bombilla, sintiendo que en cualquier momento se me iban a quemar las alas. ¿Quién dijo que era buena la diversificación y el no querer segregar a la gente por edades o maneras de pensar? Seguro que alguien que nunca tuvo que preparar una cena de Nochebuena. Mis comensales no pegaban ni con cola y yo procuraba llevar las conversaciones hacia lugares fáciles de andar sin precipicios ni grandes desniveles. Una vez descartada pues, la política (acababan de retransmitir en directo el discurso navideño de rey, el nuestro, no Baltasar, y  tía Conchi había necesitado más de diez pañuelos por eso de la emoción), la religión (y eso que, se supone, estábamos celebrando el nacimiento de Jesús), los grandes problemas sociales (con lo del plátano ya había quedado patente que entrábamos en terreno resbaladizo), me alegró poder echar mano de los Pocholos, Cuñados y demás grandes figuras que unen a las familias; unos, porque no nos perdemos nada de sus tertulias y otros, porque tampoco (aunque sólo sea en los zappings y con qué ganas…) han llegado a ser como esos parientes que, sin estar jamás invitados, terminan colándose en todas las fiestas.

A todo eso se habían terminado las aceitunas, los ganchitos, y del mueble bar no quedaban ya más que los goznes. No sé si fue el aspecto de contenedor de reciclado que había tomado mi preciosa mesa navideña con tantos papeles arrugados, lazos, cintas y demás adhesivos de los de ”espero que te guste”, o esa tertulia de alto vuelo pero, de repente, todo aquello me pareció de lo más patético, me sentí muy, pero que muy cansada y sin ganas ya de luchar contra esa inevitable caída mía al río de aguas bravas. Aún no habíamos empezado a cenar y de las cuatro pastillas que llevaba en el pastillero no me quedaba nada; por ese motivo quizás, era como si, al igual que mis ovejitas del belén, tuviese alas, lo que me garantizaba una caída de lo más suave al río, aunque eso implicase perder de vista y para siempre, aquel invento perverso llamado espíritu navideño.

 Luego, todos los acontecimientos se precipitaron. Tía Conchi queriendo ser amable (lo alegaría días más tarde), preguntó a la hija de mi amiga recién separada que por qué no había traído a su novia.

--Es una pena porque, ahí donde nos ves, somos gente de mente muy abierta y estamos acostumbrados a cosas mucho peores que a dos lesbianas… de buena familia por cierto…

Se supone que esto último lo había añadido tía Conchi queriendo suavizar lo anterior, que hasta una vaca-burra tiene su corazoncito. Mi hermana, aún lo bastante consciente como para valorar el intenso grado de metedura de pata de mi tía, fue presa de un ataque de tos, no sé si debido a la risa o a la indignación por el comentario; para asegurarse de que su amiga de borracheras  no fuera a entrar en coma etílico antes de la buena movida que se olía, le propinó un codazo de intensidad seis que, al tiempo que le fisuraba  una costilla, le hizo estallar en plena cara el décimo aperitivo que la pobre solitaria se estaba llevando a los labios. No sé si fue la fuerza del cóctel o los trozos del cristal finísimos de mis copas, pero el hecho es que empezó a sangrar de una manera inquietante. Tía Conchi, que no pierde una sola ocasión para superarse a si misma, se quedó extrañadísima de que unos labios tan siliconados sangraran y no gelatinearan.

--Por algún lado se tendría que ver algo gelatinoso, insistía con ademán de acercarse a la pobre ex-suegra herida.

 Para mi hermana la vida es como una enorme tomadura de pelo, un gran circo, pero  para ella también existen limites; saber cuáles son esos límites es tan difícil como creer en el corazoncito de tía Conchi; sin embargo, así eran las cosas, y desde luego, no iba a consentir que aquella foca se metiera con su protegida. Cogiendo un puñado de makisushi, primer entrante del menú navideño que íbamos a degustar, mi hermana lo tiró en dirección a tía Conchi quien, antes de poder firmar el acuse de recibo, fue, a su vez, derivada por la ex-suegra solitaria. Esta última, viendo el goteo incesante de su propia sangre, había escogido ese preciso momento para desmayarse arrastrando a la vaca-burra en su caída. ¿Entonces, dónde había ido a parar aquel proyectil de fabricación nipona?... Pues, al ser también de fabricación casera (no era de los de última generación con cabeza pensante para un seguimiento infalible del objetivo) fue nuestra experta en pedo, Marta, la que pudo dar fe de lo bueno que era mi makisushi. Poniéndose histérica perdida, no paraba de berrear mientras se intentaba limpiar la cara y repetía una y otra vez que qué asco, que qué mal olía, y que si aquel invento chino que les quería hacer comer era de la época Ming. No quise discutir sobre su ignorancia que le hacía meter en el mismo saco a todos los de ojos rasgados. Además, yo volaba ya hacía un buen rato y, tan segura estaba de que en breve iba a posarme en el lecho del río de aguas bravas, que acaba de ponerme de pie en mi silla para no mojarme los pies al aterrizaje. ¡Cuantas cosas se pueden ver desde las alturas!… un montón de cosillas que, desde mi metro sesenta, habrían podido pasarme inadvertidas. Paco, con las mejillas encendidas, intentando consolar a mi amiga la recién separada; la hija lesbiana de buena familia ayudando a Marta a desprenderse de todo resto de sushi hasta de debajo de su blusa; mi hermana, intentado reanimar a su ex-suegra solitaria con un poco de anís”una gota  para ti y otra para mi”; mi tía, en el suelo, enseñándonos sus enormes posaderas de la época Ming; mi hija, la imperturbable, levantándose tranquilamente de la mesa para seguir comiendo en la cocina con menos follón y en compañía de los Simpson (los de su generación prefieren lo virtual más light a la vida misma) y por fin, mi marido, corriendo a buscar el transportín para levantar a  tía Conchi y llevarla lejos de todo aquello antes de que le diera una ataque. Empecé a cantar un villancico cuando, de repente, un grito más agudo que ningún otro nos hizo callar a todos:

-- Se está cagando, se está cagando…

Señalando al belén, tía Conchi, que había dejado de luchar contra la fuerza de la gravedad, parecía estar asistiendo al verdadero milagro de la Navidad. Si yo no había puesto ningún “cagonet”en mi belén ¿quién se estaba cagando en él? Era demasiado para un solo día y, antes de perder el conocimiento, no me dio tiempo de ver a Smoky tapar cuidadosamente con musgo y por segunda vez (Marta tenía razón, olía a pedo) sus dos o tres bombas fétidas felinas, ni a mi marido entrar con el transportín cargado con el Papá Noel de los vecinos de en frente; por fin, aquel viejo reumático había podido escaparse de aquel infierno de escalera de pega aún a riesgo de perderse para siempre en una noche con tanto vendaval.

Cuando abrí los ojos, día veinticinco de diciembre a eso de las cinco de la tarde ( unas diecisiete horas de sueño orfidal) estaba en mi cama, confortablemente acurrucada contra el enorme Papá Noel rescatado… no me pregunten que cómo había llegado hasta mis brazos ni tampoco quién, de las tres figuras principales del Misterio acompañadas de sus dos ángeles lanudos, se había cagado en mi belén. Sin embargo, sí, ahora sabía agunas cosas más: tía Conchi había sido la elegida en aquel milagro algo escatológico y de difícil interpretación; Marta había salido del armario y, efectivamente, sabía de olores; Paco y mi amiga la recién separada pronto me invitarían a su boda; se podía contar con mi hermana que, junto a su ex-suegra solitaria, sabían amenizar una velada; mi hija era una verdadera maestra zen y, tenía que reconocerlo, el transportín de mi marido había sido un auténtico acierto. Volví a cerrar los ojos y abracé un poco más fuerte al enorme Papá Noel… quizás demasiado, como todo en este relato, pero antes de que explotara, recobré por unos segundos mi recién encontrada, luego, perdida fe, en el Espíritu Navideño y su inseparable Magia.  

                                                                                      Dominique    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

7 comentarios

dominique -

¡eres un sol!... lo dice tía Conchi y ya sabes que viniendo de ella es todo un cumplido...

Mercedes S. Aguirre -

Por fin lo lei y si llego a saber que me iba a reir tanto lo hubiera hecho antes.

dominique -

gracias profe por haber hecho los deberes... pero...¿sonreiste en algun momento?... that's is the question!

Anónimo -

¡Menuda fauna para una Nochebuena! Por suerte, yo hace años que no tengo cenas navideñas con muchos comensales... lo cual me permite manetener (casi) intacto el espíritu navideño. Creo que está bien que lo hayas cortado un poco con respecto a la primera versión que leí. David

dominique -

¡y yo,anónimo,tengo los ojos grandes para verte mejor!

Anónimo -

tengo valor, pero no paciencia. Lo leo a ratos para reirme mejor...

DOMINIQUE -

¡A VER QUIÉN TIENE EL VALOR DE LEER ESTE RELATO!