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Taller Literario de Salinas

La tía Luna

Papá está llorando. No veo su rostro pero sé que lo hace porque siento temblar  su mano sobre mi hombro. Lo que no sé es si llora por mamá o por  ti. A mí me pasa lo mismo. No sé si lloro por lo que hizo mamá o por que no te volveré a ver. No querían que viniera pero yo me empeñé. Dicen que soy demasiado joven para entender todo lo que sucedió pero yo lo supe desde el principio. Ya tengo catorce años y además  quería despedirme de ti.  Te marchaste unos meses antes de que yo naciera y no volviste hasta que yo cumplí los tres años. Un día oí cómo papá se lo contaba al tío Alberto, aunque había algunas cosas que no entendí. “Alberto, ha vuelto Luna.” “Pero ¿Cuántos años llevaba sin venir?” “Tres. Cuando Laura se quedó embarazada se marchó.” “¿Y tú? “ “Yo nunca la olvidé. “¿Y Laura? ¿Qué dice ella?”. “Nada, no dice nada. Y eso es lo malo.” Y así, durante años, llegabas con la primavera y te marchabas al inicio del verano. Cuando aparecías, el sol abandonaba la apatía del invierno y los brotes tiernos de las hojas comenzaban a salir. En casa nunca se hablaba de ti hasta que se acercaba la primavera y el abuelo, un buen día, decía: “Pronto vendrá Luna”. Papá sonreía y en sus ojos aparecían unas chispas de luz que no había antes y mamá, aunque tú eras su hermana, no sonreía nunca y durante unos días era como si se quedara sin palabras. Yo siempre le decía a papá que eras muy guapa, que me gustaban tus ojos verdes con esas motitas doradas y tus mejillas pecosas y ese hoyuelo que tenías en la barbilla. Y tu pelo, me gustaba mucho tu pelo porque al darle el sol tenía reflejos canela. Cuando te echabas en la tumbona, al atardecer, papá se sentaba a tu lado y yo veía como te miraba. No decía nada, sólo te miraba. Luego te levantabas y descalza, caminabas por la hierba del jardín. Un día papá me dijo que eras tan etérea que, al caminar, tus pies parecía que no tocaran el suelo. Y aquella tarde yo también te vi así, con tu vestido blanco y vaporoso que se pegaba a tu cuerpo cuando te movías. Nos dabas la espalda y tus pasos parecían dirigirse hacia el sol que se escondía en el horizonte y entonces tuve la sensación de que flotabas. Yo le contaba a papá como me gustaba tocar tu piel suave y cálida y cómo tú me enseñaste a pasar las yemas de mis dedos sobre el vello rubio de tus brazos. Y cuando le hablé de la mariposa que tenías tatuada al final de tu espalda me dijo que ya la conocía. Y yo pensé que te la había visto cuando te bañabas desnuda en el río. Una noche que no podía dormir escuché discutir a papá y a mamá. Mamá lloraba y gritaba. “¡Os vi!” “¡No lo niegues!” “¡Estabais abrazados al lado de la verja!” “¡Y luego os perdisteis por el bosque que va al río!”. Y papá no lo negaba. “Si, es cierto, pero tú lo quisiste así” “Yo no te engañé” “Cuando la conocí te dije que no podría olvidarla”.  A mamá no le gustaba que te bañaras desnuda en el río y decía que lo hacías para exhibirte pero tú le contestabas que esa era tu costumbre. Que donde vivías siempre hacía calor y que te bañabas al anochecer en las olas dormidas mientras las hogueras, encendidas en la arena, iluminaban la playa y los bosques de pinos retorcidos que colgaban de los acantilados. Ahora que mamá ya no está he colocado tus regalos en la estantería de mi habitación, la caracola, la peonza de madera, la bola del mundo, el bote de cristal con piedras de colores, la pluma de avestruz y el cuenco de barro. No te lo dije pero ella quería tirarlos y tuve que esconderlos. ¡Pobre mamá!, siempre tan triste… No está bien lo que hizo pero ahora sé que es terrible querer tanto y que no te quieran. ¡Se volvió loca! Hallaron tu cuerpo con la cabeza destrozada en el bosque que llega hasta el río, cerca del árbol donde te reunías con papá. Cuando fueron a buscar a mamá para decírselo, la encontraron sentada en la cama de su habitación, sucia de sangre y barro y con una enorme piedra ensangrentada en sus manos. Me dicen que no habla y que sus ojos son como un pozo en el que no se logra ver el fondo. Y tú ya no me contarás las historias de los pescadores que pintaban sus barcas de los mismos colores que sus casas, ni de sus mujeres, que por las mañanas reían y por las tardes se ponían tristes, mientras se asomaban al acantilado para ver el horizonte por donde deberían llegar sus maridos. Y tampoco conoceré tu casa blanca de postigos azules ni las mimosas amarillas que plantaste en el jardín. Como papá y yo sabíamos que te gustaban, trajimos un ramo para colocarlas encima de la tierra de tu tumba. Hoy el sol no está colgado de una nube. Está solo en un cielo muy azul. Tan solo como papá, como mamá, como tú y como yo.

 

Xeres

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