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Taller Literario de Salinas

El viejo y la plaza

Qué soledad la de esta plaza, pensaba el viejo sentado en el poyete de piedra a la sombra del árbol centenario. Ya no quedaba nadie. Ninguno de los que se sentaban con él allí a ver pasar los días. Paco, Antonio, Manuel… todos se habían ido muriendo poco a poco. Ni siquiera su fiel Moro, que se había muerto hacía dos años,  una tarde de otoño, allí, echado a sus pies. Cuando lo llamó para marcharse a casa lo había mirado con ojos tristes y dulces. Luego los cerró y no volvió a abrirlos más. Era ya muy viejo y se había cansado de vivir. Como él.

                El viejo sabía que se moría. Ya no le quedaba mucho tiempo. Su cabeza estaba llena de recuerdos, recuerdos que eran como fotografías que tomaban vida y eso, le decía su madre, pasaba siempre antes de que una persona se muriera.

                Miró a su alrededor y se dio cuenta de que después de tantos años, en la plazoleta casi no había cambiado nada. Ni siquiera el empedrado, testigo mudo de sus juegos de niño. Ni el banco de piedra a la sombra del árbol. El “árbol de la sombra” como lo llamaba su abuela y a cuyo cobijo él había pasado las tardes del primer verano de su vida. A su izquierda, bajo los soportales había un comercio de ropa, conocido  antiguamente como”Casa Consuelo”, tienda de hilos y encajes. Al lado la panadería y dos casas más allá el bar de Paco. A su derecha, el antiguo ayuntamiento, vieja casona de piedra con su enorme portón de hierro forjado y madera y su largo balcón corrido que asomaba a la plaza.  Pegada a la pared lateral del ayuntamiento estaba la calle que daba salida a la plaza. A su espalda, mas soportales y en los bajos, donde antes había una tienda de comestibles y una ferretería ya no quedaban sino locales vacíos y encima dos o tres casas habitadas. Al frente, la antigua  iglesia de piedra con el atrio porticado en el lateral y el banco de madera a lo largo de la pared del atrio.  

                Hacía muchos años que una tarde de verano habían venido los milicianos a aquella iglesia a buscar al cura, a Don Pedro. Nunca más había vuelto. Y él lo había visto todo, escondido detrás del árbol. Y también lo vieron los que estaban detrás de las ventanas entornadas. Unos meses más tarde, al amanecer de un invierno helado, vinieron otros hombres a buscar a su padre. Lo llevaron hasta la plaza donde había ya otros hombres del pueblo y los subieron a un camión que estaba allí aparcado. El, escondido detrás del árbol lo vio marchar traqueteando por la calle abajo y perderse entre la neblina azulada. También lo vieron los que estaban despiertos  y miraban por las rendijas de las celosías. Su padre, tampoco volvió. Su madre se vistió de color negro por dentro y por fuera y nunca más quiso volver con su silla de paja a sentarse a coser las tardes de verano a la sombra del árbol de la plaza.

                En aquella plazoleta había conocido a su esposa, Elisa. Eran las fiestas del pueblo y  hacía una hora que había empezado el baile. Ya era de noche, el aire olía a tomillo y el calor del sol de la tarde se desprendía aún de las losetas de piedra de la plaza. Elisa llevaba un vestido azul con flores blancas y su pelo castaño claro estaba recogido en un pequeño moño a la altura de la nuca. Le pareció tan menuda y tan frágil, allí, en medio de la plaza, rodeada de la gente. Cuando la sacó a bailar y pudo ver su rostro de cerca se enamoró para siempre de ella, de su timidez, de su piel trigueña, de sus ojos color miel y de sus mejillas moteadas de diminutas pecas. Nunca más se separaron hasta que Elisa se murió. Y sucedió como ella quiso que fuera porque siempre le decía que quería morirse antes que él. Veinte años hacía que se había muerto y a veces su recuerdo era tan nítido que le parecía que aún la tenía a su lado.

                Y a aquella plaza venían sus hijas a comprar los días de mercado, como en su momento también lo habían hecho su madre y su abuela. Cerró los ojos y le pareció que el aire de la tarde  se llenaba de los gritos de las vendedoras y de los olores de las mercaderías. Ahora ya no lo había, porque hacía unos años que se había desplazado al pueblo que era ahora la capital del concejo. Por el empedrado de aquella plazuela habían jugado y corrido sus hijos y ahora lo hacían sus nietos. Como antes, pensó el viejo, lo había hecho él y su padre y su abuelo…

                Toda su vida había girado en torno a aquella plaza. Allí habían tenido lugar los momentos más tristes de su existencia pero también los más felices. Por eso que hermoso sería para él morirse aquí, sentado en este poyete de piedra a la sombra del árbol, quedarse dormido para no despertar ya más, como su perro Moro.

                Por la calle del antiguo ayuntamiento ve venir a su nieto. Viene a buscarlo para llevarlo a casa. Es la hora de retirarse para cenar.

   ¡Abuelo! ¡Abuelo! Vámonos ya para casa que dice mamá que dentro de poco comenzará a oscurecer.  – le dice el nieto mientras juega con una pelota -

        El viejo sonríe y mira a su nieto con ojos tristes y dulces. Luego, cierra los ojos y no vuelve a abrirlos.

 

Xeres

 

 

6 comentarios

Fonx -

Muy guapo, realmente bueno.

y sigo sin querer queriendo -

muy bueno.

elegantex -

y aunque la plaza estuviera llena de gente el viejo se sentiría solo... aunque, rodeado de tantos recuerdos está realmente tan solo como puede parecernos?

MEX -

Melancólico. Pero de alguna manera me parece que se identifica con la vida

Bordex -

Siempre consigues que casi llore

Malalax -

como siempre esta muy bien narrada y con mucho sentimiento, me gusto