El último árbol
El pintor veía el árbol desde su ventana,
un árbol solitario, centenario y orgulloso.
Aquella mañana de primavera decidió pintarlo.
Cogió sus pinceles, su paleta y su silla y
sentándose delante de él comenzó su obra.
Un sol dulce y benévolo acariciaba al pintor
y al árbol.
Pintó un árbol frondoso, lujuriante,
con hojas sombrías y palpitantes.
El tiempo pasó y
llegó el verano.
El pintor veía el árbol desde su ventana,
un árbol elegante, antiguo y altanero.
Aquel mediodía de verano también decidió pintarlo.
Un sol inmisericorde y ardiente abrasaba al pintor
y al árbol.
Pintó un árbol agónico, decadente,
quemándose en la canícula del estío
un árbol de hojas calcinadas y mustias,
de ramas quebradizas.
Se sucedieron los meses y
comenzó a otoñar.
El pintor seguía viendo el árbol desde su ventana,
un árbol gentil, sabio y arrogante.
Aquella tarde de otoño no pudo evitar pintarlo
Un sol suave y mortecino rozaba al pintor y
al árbol.
Pintó un árbol caprichoso, tornadizo,
confundido con el crepúsculo cobre
un árbol de hojas volanderas, ocres, amarillentas.
Rápido discurrieron los días y
la nieve acompañó al invierno.
El pintor seguía viendo el árbol desde su ventana,
un árbol deshabitado, secular, altivo.
Aquel atardecer de invierno se sintió obligado a pintarlo
Un sol aterido y azul arrullaba al pintor y
al árbol
Pintó un árbol triste en su desnudez,
un árbol de ramas descarnadas y macilentas,
mancillado por el hielo y la escarcha.
Y aconteció una mañana
que el pintor no vio el árbol desde su ventana.
Porque era aquel un árbol derrotado ya en su plenitud,
condenado y lentamente ajusticiado
en la agonía de aquella llanura estéril.
Mercedes
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Anónimo -
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